jueves, 22 de agosto de 2013

La adolescencia: un terreno abonado para las toxicomanías

  
  Nunca ha sido sencillo abordar el consumo de tóxicos en la población adolescente de una forma aséptica y objetiva. A lo largo de las últimas décadas han sido numerosos los enfoques que se han empleado para su tratamiento (directivos, educativos, coercitivos, punitivos, moralizadores etc) que no han hecho sino incrementar la confusión existente, facilitar una comprensión superficial del problema así como obtener una escasa eficacia terapéutica y preventiva.
  La adolescencia es la etapa con mayor riesgo para iniciar el consumo de sustancias. Sin embargo este hecho, ignorado hasta hace relativamente pocos años por la investigación científica, sigue siendo hoy un terreno poco explorado.
  Finalizada la infancia, la adolescencia constituye una segunda y última “convocatoria” para que el individuo pueda resolver sus conflictos internos y alcanzar una estructura sana y adulta de personalidad.
  En esta etapa acontecen muchos cambios de una manera torrencial. El adolescente abandona el pensamiento concreto del niño y comienza a desarrollar el pensamiento abstracto y flexible del adulto. Experimenta enormes cambios en su anatomía y fisiología. Pero su mayor encrucijada radica en la ambivalencia que siente entre la necesidad de prolongar su infancia y la necesidad de obedecer al imperativo de dejar atrás su posición dependiente infantil. Esto es, en su dificultad para optar por una identidad propia y adulta.
  El adolescente lucha contra sus padres y demás figuras de autoridad pues proyecta sobre ellos sus propias necesidades de dependencia. Opta por pensar “ellos quieren que siga siendo un niño pequeño” porque no puede aceptar que es él quien realmente teme las consecuencias de dejar de ser un niño. Esto genera una alternancia entre ataques y estados de sometimiento frente a sus padres. Normalmente los progenitores muestran perplejidad por la conducta irracional e injustificada y adoptan una posición hostil frente al hijo lo que genera una contaminación en su relación y cierra un círculo de irracionalidad que perjudica a todos. Pero no es sencillo ver que que tales ataques no son mas que una representación externa de los conflictos internos del adolescente. Éste emplea a sus padres como “sparrings” afectivos fiables porque “sabe” que no le van a dejar aunque en realidad lo haga porque “sabe” que él no les va a dejar.
  La adolescencia es una etapa emocionalmente caótica en la que el sujeto necesita llevar a cabo una profunda reorientación de su interior y de sus patrones de relación interpersonal sin contar, en cambio, con un modelo de identificación alternativo a los padres que resulte válido y claro. Por eso emplea el método de “ensayo/error” y busca nuevas identificaciones y alianzas indestructibles con sus compañeros y amigos, su nueva "tribu", que validen sus elecciones y cambios y le provean, a la vez, de unos sentimientos de invulnerabilidad y omnipotencia que le permitan ocultar ante su conciencia su terrible fragilidad e inseguridad. Es precisamente esto lo que hace que incurra en conductas de riesgo, como probar sustancias tóxicas, y busque constantemente nuevas sensaciones sin evaluar, en cambio, adecuadamente el peligro en el que incurre.
 Debemos destacar la elevada incidencia encontrada de varios trastornos psiquiátricos (trastornos de personalidad, trastornos afectivos con ideación suicida, trastorno por déficit de atención e hiperactividad, trastornos por ansiedad y trastornos de conducta esencialmente) en adolescentes que abusan o dependen de tóxicos. Todos los cambios que se experimentan en esta etapa de la vida aumentan la vulnerabilidad frente al estrés, la frustración y la ansiedad. Estos hechos promueven el uso de sustancias a modo de automedicaciones ensayadas al azar pero que finalmente son seleccionadas por su efecto emocional y cognitivo. Así, después de probar el efecto de distintos tóxicos el fóbico optará probablemente por el alcohol, el ansioso por el cannabis, el depresivo o el hiperactivo por los psicoestimulantes o el agresivo o el pasivo dependiente por los opiáceos.
  Es evidente que el uso de estas sustancias aleja al adolescente de la resolución real de su conflicto, promueve su fracaso escolar, provoca su descarrilamiento personal y le introduce en circuitos de marginalidad que, eventualmente, puede llevarle hasta la delincuencia.
  Todo lo dicho hace absurdo el abordaje de un abuso adolescente de sustancias con medidas extendidas y clásicamente ineficaces como son las estrictamente conductuales o aquellas fundamentadas en paradigmas morales (“como el paciente es el responsable del problema también debe serlo de la solución”).
  Más que en cualquier otra población, con los adolescentes debemos esforzarnos en entender qué hay detrás del problema aparente y formular una solución ajustada y comprensiva del problema real subyacente.
  No es suficiente con etiquetar al adolescente consumidor con un código DSM 5 y aplicarle un tratamiento estándar. Es demasiado lo que está en juego y escaso el tiempo que tenemos para actuar. Una vez que la conducta se consolida es mucho más difícil promover un cambio.
  Una intervención acertada a tiempo puede reorientar una trayectoria errada y evitar la destrucción de la vida futura del adolescente y de su familia. Por el contrario, un error o una dilación en el tratamiento pueden tener consecuencias catastróficas. Lamentablemente, este hecho se repite todavía hoy con demasiada frecuencia.